América latina fue descubierta hace cincuenta años. Fue descubierta entre los anaqueles y las estanterías de una librería en Barcelona donde vendían ediciones de bolsillo. Fue descubierta por un grupo de temerarios que emprendieron sin saberlo un viaje a lo desconocido y se toparon con un continente perdido. La noticia rápidamente se extendió por todo el orbe y se tradujo velozmente en otras lenguas que hicieron eco del hallazgo.
Los navegantes usaron mapas imperfectos. Un pedazo de Centro y Suramérica, lleno de metáforas y de licencias poéticas, había sido esbozado por Rubén Darío, José Asunción Silva, y por otros navegantes solitarios hace más de un siglo. En medio de los océanos y de las calles de Barcelona, donde naufragaban de vez en cuando, leían malas traducciones de libros en inglés escritos en un país que ya tenía cincuenta estados y había ganado algunas guerras. Todos montaban carabelas dibujadas por otros navegantes.
Dicen que las naves eran de Seix Barral y estaban comandadas todas ellas por una almirante de nombre Carmen Balcells quien rápidamente entre sus capitanes dividió la nueva tierra dándoles el título de adelantados: a un tal Vargas Llosa le asignó el virreinato del Perú; a Cabrera Infante Cuba; a Carlos Fuentes todo el país de los Aztecas; a García Márquez la costa atlántica, que va del mar hasta donde se da el banano en la cordillera; y el sur, el sorprendente sur, se lo dejó a Donoso y a Cortazar.
Descubriendo a América latina desde París y Barcelona le enseñaron a España como escribir en castellano.
Después, o talvez antes, tres docenas de países, un puñado de generales, cincuenta tiranos y algunos piratas hicieron de América un tablero de parchís dividido entre rojos, azules, amarillos y verdes teorizando sobre mitos fundacionales, creando negocios ilícitos y escribiendo aburridos guiones de películas que afortunadamente nunca se han filmado.
Pero la recién descubierta América necesitaba que también la conquistaran más allá de los burdeles peruanos o de la zona bananera y entonces llegó Usúa a recorrer la cordillera inhóspita y Cristóbal Aguilar a narrar los viajes por la amazonía con su hambre ancestral buscando el país de la canela. América latina, y sobre todo Colombia, ansiaban de alguien que intentara comprenderlas en su inocente complejidad conquistándolas desde adentro y entonces llegó William Ospina.
Sin boom latinoamericano ni carabelas de Balcells, William caminó por tierra firme, y no desde París o Barcelona sino desde las montañas del Tolima y la sabana Bogotana; y no de la mano de los narradores anglosajones, sino a través de los ojos clarividentes de un ciego llamado Borges, en una América mestiza donde moran los desconocidos habitantes de la franja amarilla que también llevan en su sangre la sangre del África negra que perdió a Rimbaud.
Contrario a lo que se podía creer
América latina fue descubierta hace cincuenta años desde París y Barcelona y ahora hombres como William Ospina la conquistan, palmo a palmo, desde los pasillos olvidados de la historia, nuestra historia, aquella que nos permitirá un día ver de su mano el país del futuro.
Darío Ortiz
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