En su carrera vertiginosa por lo nuevo el arte contemporáneo ha trasegado caminos impensables para el pintor de caballete hasta el punto que su oficio pareciera que fuera a desaparecer completamente. Sin embargo en las ocho décadas que nos separan de las primeras propuestas no objetuales de Marcel Duchamp hemos encontrado muchos jóvenes que, sin pretender negar los avances ocurridos durante esos años, se sienten atraídos por el viejo arte de plasmar sus ideas, emociones y experiencias con colores disueltos en aceite y trementina. Andrés Alarcón es uno de esos nuevos talentos que invierten lo mejor de sus horas en la pintura de caballete con fe, convencimiento y dos componentes muy discutidos en la modernidad pero necesarios para el desarrollo de un arte tan exigente: talento y vocación.
Ha buscado como prepararse en aquello que le apasiona en los pocos espacios que todavía sobreviven en Bogotá para ello y con los pocos pintores que pareciera que todavía pueden transmitir las enseñanzas técnicas de ese oficio centenario.
Ha navegado en la red para encontrar su pares en los rincones más lejanos del planeta los cuales, tal ves sin proponérselo, terminan perteneciendo a algo así como una secta secreta cuyo oficio de herejes intentan custodiar fuera de la inquisición de los salones oficiales y del arte estatal hoy decididamente comprometido con las nuevas formas de expresión estética.
Su labor de pintor, su amor por la gran pintura y su notorio talento para el dibujo y la interpretación bidimensional de la realidad, sin embargo no lo alejan del reto de ser un hijo de su tiempo cuya aspiración mayor sería demostrar que la pintura de caballete, el buen hacer y el buen pintar puede llegar a ser un lenguaje de expresión válido para los hombres del siglo XXI.
Darío Ortiz
mayo 2009
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