La jerarquía es la base de la mayoría de las organizaciones humanas. Desde la administración de un edificio hasta la Iglesia católica, pasando por el gobierno de los estados, las empresas privadas y por supuesto las fuerzas de seguridad en todo el mundo, basan su eficacia en el accionar de su estructura jerárquica.
Lo primero que aprende un trabajador de una compañía, un empleado de una alcaldía o de una gobernación, o un soldado raso cualquiera es a obedecer; a cumplir órdenes por absurdas que sean. El discernimiento viene después. Como reza un viejo dicho popular “las ordenes se cumplen o la milicia se acaba”.
Por supuesto muchos empleados se hacen tan participes de sus obligaciones que terminan ejerciendo un poder tiránico sobre sus deberes. Los celadores se creen propietarios de los edificios, los mayordomos de fincas son mayordueños y los policías de barrio se sienten la corte suprema. Sea como fuere, desde la secretaria del gerente, el cajero del banco, el cobrador de impuestos, el oficial del ejército o el celador y el mayordomo de la finca hacen lo que les ordenan sus superiores y trabajan dentro de sus funciones, o se van.
Como las órdenes son verticales dentro de toda jerarquía las responsabilidades también lo son. Nadie se imagina que un gerente de banco cualquiera viaje a abrir una sucursal a Japón sin que lo sepan sus superiores, ni que un batallón norteamericano invada Singapur sin que lo sepa el presidente de los Estados Unidos.
La muerte de Reyes en Ecuador, la captura de Granda en Venezuela o la extradición de algún jefe paramilitar son órdenes cumplidas por una clara cadena de mando que nadie pone en duda. Sin embargo ciertos hechos oscuros de nuestra sociedad aparecen como ruedas sueltas. Complejos operativos que involucran muchas personas y mucho dinero de pronto quieren que pensemos que son iniciativas privadas, como si el gerente de Banco quisiera únicamente aprender japonés o el comandante militar tomarse un café en Singapur.
La historia reciente de nuestro país está llena de actos delictivos en los que han participado fuerzas de seguridad del estado, ejército, policía o DAS, que siempre se quedan como ruedas sueltas dentro de las cadenas de mando y las responsabilidades penales y políticas de sus superiores. Hombres férreamente entrenados para que cumplan órdenes de pronto utilizan recursos del estado por iniciativa propia para hacer complejos actos delincuenciales que en la mayoría de los casos benefician a sus superiores. La larga lista de éstos hechos incluye homicidios de importantes personas públicas o de seres anónimos, consecución ilegal de pruebas o desaparición conveniente de las mismas, labores de intimidación y asocio con paramilitares. Desde la elaboración de la lista de personas que el DAS, organismo que depende directamente del presidente de la república, debía grabar ilegalmente, a la masacre en Apartadó del 2005, que involucra al laureado general retirado Mario Montoya, pasando por los crímenes de Álvaro Gómez, Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo o Carlos Pizarro en el que ahora están cada vez más involucrados los ex directores del DAS, debíamos preguntarnos quién los ordenó realmente, preguntarnos quién ha mandado aquí. Pues no es lo mismo el crimen de un joven cualquiera dizque para conseguir un ascenso, al asesinato selectivo de un competidor político, un activista sindical o un testigo contra un superior.
Demasiadas víctimas le han costado al país esos crímenes de estado y muchos miles de millones de pesos al erario público los procesos que el gobierno ha perdido sobre esos temas.
Si los militares de los falsos positivos y las masacres, o los agentes y directores del DAS de los asesinatos de políticos y las chuzadas, parecen actuar como los mayordueños del país, debíamos preguntarnos quién manda aquí hoy; pues si bien en el pasado podríamos argumentar que alguno de nuestros presidentes era un ser anodino sin carácter, no podemos decir lo mismo de Álvaro Uribe, cuyo carácter férreo, su voluntad de mando y su experiencia de hacendado no permitiría jamás que sus tierras tuvieran ningún mayordueño.
El Nuevo Día, 17 de febrero 2010
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