Un terremoto con 150.000 víctimas hizo que el mundo se acordara de Haití. Se acordara que queda en La Española, una isla que descubrió Colón en su viaje a América, que su vecino es República Dominicana un paraíso turístico, que es el pueblo más pobre del mundo y que aún así varias potencias lo han invadido para quitarles algo que los Haitianos deben tener y que aún no han descubierto. El mundo se acordó que mientras Inglaterra, Francia, Holanda y otras naciones civilizadas consideraban, amparados hasta en la Biblia, que la esclavitud era buena y necesaria para la civilización, los alevosos mulatos y negros de Haití fueron los primeros en abolirla. Se acordaron que la libertad americana se financió en parte con el dinero de esos negros.
Se acordaron que un incendio legendario quemó para siempre de manera irreparable buena parte de su capa vegetal y que sus escuálidas tropas derrotaron al pretensioso ejército del entonces invicto Napoleón Bonaparte.
Se acordaron, en síntesis, que ese olvidado y expoliado pueblo muerto de hambre, lleno de negros que hablan francés y creole, que tienen una religión propia mezcla de Roma y de África, queda allí no más en la mitad del Caribe. Sus vecinos de Norte América se acordaron de pronto que los pisos de Manhattan están limpios gracias a los haitianos que allí viven y que el jugo de naranja que se toman todas las mañanas lo cosechan y procesan los miles de haitianos de la Florida que incluso tienen un barrio de Miami que se llama “La pequeña Haití” pero que se han negado siempre a hacerles una política seria de inmigración. Se acordaron que llevan doscientos años tratando de invadir ese impronunciable paisito llamado por ellos Jeiri pero que esos desordenados negros los han hecho salir del país.
El mundo se acuerda ahora de Haití y como soy parte del mundo también tengo algo que recordar ahora. Algo había guardado en aquella enciclopedia personal de datos inútiles: Haití es el paraíso del maravilloso arte naif.
El arte naif, del francés “ingenuo”, surgió como concepto en los pinceles de un pequeño grupo de artistas franceses del siglo XIX siendo el más conocido de ellos Henri “el aduanero” Rousseau. Esa pintura caracterizada por su ingenua espontaneidad, mezcla de intuición, colores fuertes y autodidactismo que se desprende de toda teoría y academicismo es la fuente primaria de la gran mayoría de los movimientos artísticos del siglo veinte. Sin entender el naif, Picasso, Matisse y hasta Botero no tendrían sentido.
A mediados de los años veinte la familia Nader llegó a Haití huyendo del Líbano y sus problemas políticos y religiosos. Estableció sus negocios en la isla y en la década de los cincuenta George Nader descubrió que el incipiente turismo buscaba como suvenir el arte naif que se hacía en todas partes, pues allí abunda el talento, sobra el tiempo y cualquiera cambia un cuadro por un plato de comida. Contactó pintores, les dio materiales y creó un negocio que lo hizo multimillonario. Pagados a uno, dos y hasta cinco y diez dólares compró y compró ese arte naif lleno de felicidad que terminó vendiendo en América y Europa hasta que lo cotizó en miles de dólares y lo puso de moda en el mundo.
Con su fortuna construyó una casa de treintaicinco habitaciones, la lleno con 12.000 obras de arte haitiano, la volvió un museo en agradecimiento al innato talento local y el día que el mundo se acordó que Haití quedaba en la mitad del Caribe en pocos segundos vio como toda su colección, una pierna y una gran parte de su fortuna quedaban sepultadas bajo las ruinas de su museo.
No sé cuántos de esos pintores naif murieron en la tragedia ni si les queden ganas de pintar como siempre temas alegres en el anonimato, mucho menos ahora que el mundo se acordó de Haití y que para recordárselos llegan veinte mil soldados del premio nobel de paz a poner orden.
Darío Ortiz
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