Los militares que supuestamente dieron el golpe no se tomaron el poder, simplemente se limitaron a llevar sano y salvo al mandatario a Costa Rica y a esperar que el Congreso de la República en uso de sus facultades nombrara un nuevo presidente interino mientras se convocan elecciones extraordinarias. Todo esto al parecer en cumplimiento de una orden de la Corte Suprema de Justicia que había declarado ilegales algunos actos del presidente Zelaya y ante la incapacidad de la fiscalía de ejecutar dicha orden.
El presidente Manuel Zelaya, exitoso empresario maderero y caballista, siendo parte de la oligarquía local fue elegido por el derechista Partido Liberal pero una vez en el poder sorprendiendo a sus partidarios estrechó relaciones con Hugo Chávez, viró su discurso y proceder hacia la izquierda y comenzó a hablar de revolución pacifica y de cambios constitucionales reeleccionistas sin tener mayor eco en el congreso ni en las toldas de su partido. El último de sus fallidos intentos por cambiar la constitución para poder reelegirse lo hizo el pasado sábado al convocar por decreto una consulta popular que aprobara la formación de una Asamblea Constituyente.
Dicha iniciativa según el presidente de la Corte Suprema de Justicia “desobedece el fallo judicial de la sala de lo Constitucional, así como del Congreso Nacional, y el Ministerio Público.” Por eso el poder Judicial considera “que las Fuerzas Armadas como defensores de la Constitución han actuado en defensa del Estado de Derecho obligando a cumplir las disposiciones legales a quienes han actuado en contra de las disposiciones de la Carta Magna” tratando con ello de “ devolver al Estado de Honduras al Imperio de la Ley”.
Los acontecimientos de Honduras nos llevan a preguntarnos hasta dónde deberíamos dejar a un presidente cambiar la constitución de su país para sus beneficios personales o los de su partido ante la casi decena de presidentes latinoamericanos que han reformado las cartas magnas de sus países en aras de eternizarse en el poder o de enriquecer a sus familias y amigos cercanos.
América latina está construyendo sus nuevas democracias a punta de encuestas de opinión y de índices de popularidad permitiendo laxamente que principios popularmente aceptados y teóricamente correctos sean cambiados al vaivén de las necesidades personales de un cierto grupo de tiranos que se creen indispensables. Nadie parecía preguntarse en América latina que era lo legítimamente correcto ni hasta donde llegaba el espíritu de sus leyes forjadas duramente en los casi doscientos años de independencia que tienen las naciones de éste continente, hasta que ese pequeño y cálido país centroamericano ha decidido de manera ejemplar poner fin a ese pobre circo de monarcas democráticos.
Por supuesto no sorprende ver a Chávez, Morales, Correa, Uribe, Lula da Silva, Ortega y demás reelegidos rasgarse las vestiduras por la audaz decisión del ejército hondureño de deponer al presidente Manuel Zelaya protegiendo su constitución y siguiendo órdenes de la Corte Suprema de Justicia.
Darío Ortiz